martes, 18 de diciembre de 2007

El Loco



Ya todos se habían dado cuenta de que tarde o temprano algo iba a pasar entre ustedes, de que eran el uno para el otro, pero costó aceptar que era lo que los dos querían. En un principio la culpa te inundó, al punto de negar y ocultar lo que habías descubierto y de escupir negativas una y otra vez a la hora de ser interrogada sobre si te gustaba o no. Entonces lo inevitable se fue postergando, hasta casi quedar cancelado. Pasaron meses. Pasaron otras personas, pasaron confesiones etílicas, pasaron idas y vueltas, pasó una amistad, pasaron cientos de horas hablando, pasaron montones de doble sentidos, de insinuaciones, de intentos fallidos y de discos. Hasta que al fin y al cabo, nadie iba a beneficiarse de ese exceso de códigos, y por fin, después de meses, van a consumar ese amor platónico. Estará lloviendo, pero nadie va a hacer llover en tu desfile, ese desfile para el que hace tanto tiempo estás cosiendo lentejuelas. Antes de que te des cuenta estás entrando en un Telo, uno de esos lugares que sólo viste en películas como “El rey de los exhortos”, con Susana y Alberto, donde todo es dorado y siempre suenan Las Primas. Cuando se abre la puerta de esa escenografía de Hugo Sofovich comprendés que tu concepción de la palabra Bizarro ha cambiado para siempre. Entonces mirás para arriba y ves el reflejo de Alberto y Susana mirando para abajo con picardía. Pero un buen día, y sin previo aviso, ellos siempre se vuelven fríos. Un día tienen esa mirada extraña, y vos siempre, siempre sabés que va a ser la última vez. Hay algo en ese beso, no podés señalarlo, pero lo sabés en ese mismo momento. Probablemente aun antes de que lo sepan ellos. Y cuando a la salida de la amueblada te acompaña a tomar el colectivo sin perder un solo segundo, la ves. Mientras mirás por la ventanilla como cae la lluvia, te preguntás que hacés ahí tan temprano, y pensás en que tu desfile se aguó tal vez un poco. A las 9 y media estás de vuelta a tiempo para cenar bife y ensalada con tu mamá, tu papá y tu hermanito. Te sentís sucia y con ganas de usar tu suciedad en algo más que compartir la mesa familiar de un día de semana. De ese momento en adelante él adopta el comportamiento propio de un mono babuino, ya no es el galán Shakespeareano de otrora, ha descendido al plano terrenal y ahora es un chico cualquiera. Añorás llena de nostalgia ese momento mágico en el que muestran un entusiasmo enternecedor, cuando parecen capaces de mover cielo y tierra para estar con vos, cuando olvidan su orgullo y se declaran una y otra y otra vez arriesgándose al rechazo, y no descansan hasta obtener lo que quieren. Pero ese es justamente el problema; una vez que lo consiguen, descansan hasta el letargo. Tus amigas no se aburren de decirte que no deberías tenerle tanta paciencia a esta clase de chicos, que no todos los hombres son babuinos, u obran de formas tan misteriosas, o cambian de opinión tan fácil y con tan poca delicadeza, que te acostumbres al hecho de que no todos son así, de que esto no es la normalidad, o al menos, que no debería serlo. Pero hasta ahora no tenés argumentos fuertes como para darles la razón. Nadie dice nada, pero ya es un sobreentendido el hecho de que volvieron a ser mejores amigos con un posible régimen de visitas conyugales, y de que la única manera de darse cuenta si realmente son lo que creías, es irte a la cama con ellos. De otro modo lo disimulan muy bien. A menudo te olvidás de sus comentarios desubicados, de su frialdad, de su enfermiza timidez, de su completa falta de tacto y sutileza, de la incertidumbre en la que te hace vivir y de su condición de mono babuino, y te tentás a verlo, a mandarle un mensaje de texto con declaraciones libidinosas excusándote en el hecho de haber estado pasada de alcohol en una fiesta salvaje, cuando en realidad te quedaste en tu casa limpiando la papelera de reciclaje. Pensás que verlo aunque sea para tener sexo va a darle un poco de diversión a tu gris rutina del yugo diario. Pero con pesar debés reconocer que no va a ser tan divertido si no vas a esperar un beso después, o antes. O una salida, o un llamado. Tu crianza basada en la estúpida creencia de que el amor existe te permite aceptar una relación informal, pero juntarse a tener sexo una vez cada 3 semanas y que después te saluden con un beso en la mejilla, no. Es mucho pedir. Antes de que te des cuenta te van a estar dando un apretón de manos y una sidra Rama Caída para Navidad. Es tentadora la invitación, pero necesitás más que una habitación de 58 pesos y un beso en la mejilla para pasarla bien. Un poco más, no mucho, lo mínimo al menos. Aún guardando la indecible esperanza de que se reforme, de que todavía tiene salvación, desencantada te decidís a mantenerte fuerte en tu indiferencia. Hubieses deseado que él sea menos raro, y que ese amor prohibido que los unía secretamente desde un principio hubiera sido menos ruido y más nueces.

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